"¿Qué me vas a contar tú a mi?" 12/02 2013

 

Que Juan Ramón Jiménez fue un genio de la literatura, no se puede negar,  así lo atestigua por ejemplo su Nobel de literatura del año 1956 y así paso a la historia. Pero además de eso, nuestro paisano era también un tipo peculiar, extremadamente hipocondriaco y neurótico, podríamos decir que rozando en alguna ocasión lo insoportable.

Como muestra, esta es una de las tantas cartas que escribió a otro insigne literato,  Rubén Darío:

“Mi salud no es buena: la continua taquicardia -que a veces llega a ser paroxística- de mi enfermedad nerviosa debe haber determinado una hipertrofia del ventrículo izquierdo, a lo que puedo juzgar. Lo que piensan de esto los médicos no lo sé, pues, como usted comprende, ellos no dicen la verdad… si la saben. No puedo andar mucho, porque viene la fatiga muscular y la disnea; así es que me paso el día en el jardín o en el cuarto de trabajo, leyendo, soñando, pensando y escribiendo.”

Pues no es el primero ni el último que peca de sabiondón. Este tipo de persona es habitual en ámbitos profesionales, y muchas veces resulta cómico en principio, hasta que la cosa sube de nivel.

Tuvimos un cliente que nos llegó medio de rebote para la redacción de un informe de daños, y que desde el primer día tenía claro cuál era el problema que causaba los vicios y su reparación. Y así nos lo hizo saber desde el minuto cero, durante la visita, en posteriores reuniones y a la entrega de nuestro informe. Hasta aquí ningún problema si no fuera porque estaba totalmente equivocado, cosa que le intentamos hacer ver desde el principio con mucha mano izquierda, y finalmente explicándoselo claramente con datos y ensayos, y afirmando que su disertación era completamente errónea.

Lo exasperante de este caso era que día tras día, en cada visita, en cada reunión, él volvía a exponer su teoría afirmando abiertamente que nosotros, los técnicos, no sólo estábamos de acuerdo sino que prácticamente  la disertación era originariamente nuestra, otorgando a su teoría un aval técnico que no existía realmente y que nos obligaba, delante de quien pudiera estar delante, a pasar de nuevo por la corrección, explicación y demostración.

A saber la cantidad de veces que habrá contado su versión, según él respaldada por sus técnicos, a nuestras espaldas, y a saber la cantidad de veces que el receptor del mensaje se habrá echado las manos a la cabeza pensando. “¿Cómo pueden los arquitectos pensar que se trata de eso?”